17.5.14

TIERRA DE MUERTOS...

El Salto y Juanacatlán: Tierra de muertos
Desde hace lustros proliferan colonias precarias en las márgenes del río Santiago, cuyas infestas aguas poco a poco van mermando la salud de los habitantes. En ese entorno, que abarca los municipios de El Salto y Juanacatlán, en la zona metropolitana de Guadalajara, proliferan las muertes por cáncer, afecciones renales y otras enfermedades, todas las familias tienen por lo menos un difunto. Y aunque todos dicen “el culpable es el afluente”, nadie hace nada por sancionar a las industrias que contaminan el líquido.
Tierra de muertos
Ilustración de José Quintero
Tierra de muertos



Guadalajara, Jal. En El Salto y Juanacatlán cada familia tiene su difunto. En estos dos municipios de la zona metropolitana de Guadalajara el aire es pastoso y los augurios infames.
Lilia Lomelí, maestra de secundaria, enterró a su hermana Blanca el mes pasado, una de las tantas víctimas de cáncer en ese territorio donde la incidencia de muertes  a causa de ese mal o por insuficiencia renal y cirrosis es recurrente.
“Antes –dice– la gente aquí se moría de vieja. Ya no. Ahora cada casa tiene su enfermo o su muerto o ambas cosas. Y todos apestamos aquí porque estos pueblos apestan”.
Recargada sobre los codos en el mostrador de su negocio de abarrotes, la maestra recuerda los viejos tiempos en que El Salto y Juanacatlán eran un solo municipio: El salto de Juanacatlán. Hoy los separa una cascada del río Santiago en el segundo segmento de la cuenca Lerma-Santiago, rumbo al océano Pacífico. Inhóspito lugar donde el aire vuelve confusas las ideas.
Ese afluente arrastra los detritus del drenaje crudo de 60% de los hogares de la urbe y los fluidos industriales de decenas de empresas del próspero corredor industrial que comienza en Ocotlán, río arriba, e incluye a unas 200 industrias locales y trasnacionales asentadas en El Salto.
A la brisa pútrida del río y los olores azufrados se le suma la pestilencia del basurero a cielo abierto Los Laureles, a medio kilómetro de El Salto (que desde 1994 recibe 2 mil toneladas diarias de desperdicios domésticos). En el entorno se localizan también varios cementerios clandestinos.
Inmersos en las tribulaciones que generan esos factores, hasta ahora nadie se explica qué provoca las enfermedades y mata paulatinamente a los habitantes.
“Ya nos hicimos el ánimo. ¿Adónde íbamos a irnos? Ya estamos contaminados”, suspira la maestra Lomelí. La muerte parece filtrarse por su nariz.
II
A finales de la década de los setenta del siglo pasado, una tarde de tantas, los salteños y sus vecinos de Juanacatlán bajaron al puente, festivos. El agua del río era dorada. Horas después ocurrió la tragedia. Los peces comenzaron a morir. La gente se sorprendió.
Al ver tantos peces flotando en las aguas, Enrique Enciso, un adolescente de la zona, exclamó: “¡Ya chingamos!”. Acompañado de otros vecinos bajó a la ribera; todos agarraron los peces agonizantes, se los llevaron a casa y prepararon un caldo. Al final se los comieron.
Hoy, 40 años después, muchos de ellos piensan que aquel día una de las empresas río arriba pintó el agua y mató a los peces.
La versión actual del corredor industrial de El Salto nació en 1965. Lo promovió Luis Echeverría, entonces secretario de Gobernación. Durante décadas, desde 1893, el río Santiago alimentó a la que fue la primera hidroeléctrica de América Latina; en 1906 la textilera Nunatex aprovechó la electricidad para sus operaciones.
Luego, en los cincuenta, llegaron las trasnacionales Nestlé y Celanese… Hoy el camino a El Salto y Juanacatlán es un paisaje de naves metálicas y chacuacos humeantes de unas 200 empresas, muchas en el bordo del río y sus afluentes, como el canal de El Ahogado.
En 2012 Greenpeace desclasificó la información de las compañías más contaminantes del corredor y concluyó: IBM de México, CIBA especialidades químicas, Grupo Celanese, Cervecería Modelo de Guadalajara, Nestlé, Hylasal, Cervecería Cuauhtémoc Moctezuma y Servicios Estrella Azul de Occidente son las empresas que arrojan metales y cianuro al río.
Medio año después, la Comisión Estatal de Agua admitió que las manufactureras Vimifos, IMI Electronic y la alemana Salzgitter conectaban sus aguas al canal:
“Y yo nunca he visto que nadie vaya a la cárcel, ni siquiera recibe una amonestación de las autoridades”, sostiene Enciso, mientras camina sobre una vereda minada por drenajes industriales clandestinos.
Dicen los de Juanacatlán que la última mortandad de peces se vio en septiembre pasado. Esta vez nadie los comió. Desde los años ochenta nadie se atreve a tocar el agua del Santiago.
III
El menor Miguel Ángel López Rocha falleció el 13 de febrero de 2008. Tenía reventados los intestinos.
Como los forenses nunca se pusieron de acuerdo sobre las causas, se expidieron dos actas de defunción. En una se decía que murió de parásitos; en otra, que fue a causa de una intoxicación con arsénico.
Un año antes su familia había llegado a Bonito Jalisco, una de las decenas de colonias de interés social que con permisos municipales se erigen al lado de las fábricas, en los márgenes del canal del Ahogado.
Carmen Rocha, la madre del menor relata: El 25 de enero de 2008 el niño llegó mojado, y le dijo que estuvo jugando en la orilla del canal. Poco después comenzó su agonía.
Ese año llovió mucho y el venenoso canal se desbordó y anegó  varias manzanas de Bonito Jalisco. Los moradores supieron que el único beneficio de su deuda a 30 años será un pedazo de humedal donde nunca debieron levantarse esos precarios desarrollos urbanos.
La muerte de Miguel Ángel y la inundación le dieron esperanza a los casatenientes y exigieron ser reubicados. Ante la falta de respuesta, muchos optaron por marcharse.
Sin embargo, los gobiernos estatal y federal sacaron de la cartera 859 millones de pesos para la construcción de la planta de tratamiento de aguas residuales El Ahogado.
Cuatro años después de la muerte del menor, el 17 de marzo de 2012, Felipe Calderón la inauguró, con la promesa de que el agua tratada –2 mil 250 litros por segundo– serviría para regar los campos de golf, aunque no dijo cuáles. Quizás ignoraba que la planta sólo limpia 40% de las aguas crudas de la ciudad, mismas que regresan al río Santiago, donde se mezclan con las de los drenajes industriales.
Y aunque el río Santiago ya no hiede a huevo podrido ni lleva aquella espuma que, como en lavadora vieja, crecía hasta ocho metros y en días ventosos volaba sobre las cabezas de los lugareños, gente como Graciela González y Enrique Enciso, miembros de la organización Un salto de vida, aseguran que esa apariencia es peor, porque ya nadie pregunta por los drenajes industriales.
Y es rumbo a la salida de esos drenajes donde se erigen los conglomerados residenciales de interés social, justo donde está la colonia donde vivía Miguel Ángel, que hoy  luce vacía.
IV
La ruta 177 para en el centro de Juanacatlán, de lunes a viernes, a las 5:58 de la mañana. Dos horas después, el autobús llega al Hospital Regional 180 del Seguro Social de Tlajomulco, un municipio vecino. Algunos choferes piensan que la ruta nació porque no había quien llevara a tantos que iban a someterse a una diálisis.
Hasta hace poco, la 177 hacía dos o tres corridas diarias, pero luego la gente escaseó y ahora sólo viajan seis o siete dializados por día. Los choferes no saben decir si los pasajeros antiguos pasaron a otra clínica o a mejor vida.
Las autoridades sanitarias tampoco lo saben. El gobierno estatal desconoce cuántas personas de El Salto y Juanacatlán sufren males crónicos y si la cifra está sobre el promedio estatal, admite el jefe de Epidemiología de la Secretaría de Salud de Jalisco, Arturo Rangel. Su actitud es un avance: la administración anterior sólo negaba el problema.
En estos municipios, igual que en el resto del país, el Sistema Único de Información para la Vigilancia Epidemiológica recaba datos de 114 enfermedades. Los casos de leucemia y de insuficiencia renal que no derivan de la diabetes no se cuentan y “no hay recursos económicos ni humanos para establecer un protocolo que pudiera ayudar”, se excusa Rangel.
La relación entre la contaminación y la salud de la gente de El Salto y Juanacatlán es polémica, incluso entre los académicos de la Universidad de Guadalajara.
En 2009, el doctor en Ciencias e investigador Carlos Álvarez, hurgó en la sangre de los más cercanos al río Santiago y concluyó que todos tienen defectos en los genes, que tarde o temprano acabarán en enfermedades horrendas.
Sin embargo cuando se le pregunta al investigador y laboratorista ambiental de la misma universidad, César Gómez, responde que el río arrastra herbicidas, metales y toneladas de desechos intestinales de los tapatíos, pero no tantos como para enfermar a la gente: “Todos culpan al río, pero nadie investiga”, reniega.
El último que investigó, entre 2009 y 2011, fue el Instituto Mexicano de Tecnología del Agua, del gobierno federal. Con los resultados de ese estudio, la organización Greenpeace concluyó que quienes viven a un kilómetro de distancia o menos del río Santiago tienen un alto riesgo de desarrollar males crónicos, y los que viven a cinco kilómetros o menos están en riesgo moderado. Unos 221 mil habitantes de nueve municipios están en el primer caso y casi medio millón en el segundo.
César Gómez esboza otra teoría: tal vez la gente se enferma por tantos raidolitos que prende, para ahuyentar a los millones de moscos que cada noche salen de cacería.
 V
Los moscos son una tradición en los alrededores del río desde hace un cuarto de siglo. Los moscos del Santiago son nubes sanguinarias, el peor de los terrores cuando oscurece, inspiración de historias gore.
Son tantos y tan bravos, que la madre de Estela Velázquez ruega que este texto sirva para exterminarlos. La suya es una petición extraña, considerando que su hija Estela sepultó, entre el 31 de mayo de 2001 y el 10 de febrero de 2002, a su esposo Gustavo y a sus dos hijas pequeñas, Paola y Blanca. Vivían en orilla del río. El cáncer los fulminó.
Pero acá los difuntos son muchos. Suficientes para que algunos crean que los moscos son peores.
Recargada aún sobre los codos, la maestra Lilia Lomelí enumera a los muertos y enfermos que se le vienen a la cabeza: El Bubu, don Miguel el papero, Carlos Ramírez, la hijita de Carlos Núñez…
Cuando la reportera le pide hacer el mismo ejercicio a Carmen Hernández, trabajadora doméstica y madre de cuatro –entre ellos uno de siete años, candidato a un trasplante de riñón– apenas lo piensa y menciona a sus vecinos, los hermanos Ana Rosa, de 18 años; Efraín, de 21 y Johnny, de 23; don José el de los tacos; Jorge Toscano, y Tacho, el de la calle Jalisco…
Hinchado por la retención de líquidos, herido de los mil demonios por las agujas de la hemodiálisis y candidato a su segundo trasplante de riñón, Eduardo Morales, de 24 años, se jacta de haber hecho su propio censo. Ni trabajo le costó. Hay 10 enfermos en dos calles de su barrio, La Cueva, en Juanacatlán: Francisco Tavares, de 16 años; Miguelito Cortés, de 24; la pareja de Adán Castillo y Lupe Franco, así como doña Ana, su esposo y Saúl, su hijo.
En 2008, Elvia Alcalá, especialista en medicina familiar en Juanacatlán, lanzó un grito de auxilio nombrando a sus muertos, en el blog Limpiemos el Salto:
Gaby, hija del profe Marcelino, tenía 11 años. Murió de un tumor de huesos. Petra, con cáncer de mama. Juanita Soria, en dos meses tuvo una evolución fulminante de cáncer gástrico. El esposo y las dos niñas de Estelita Velázquez; él de cáncer renal, ellas de cáncer cerebral. Rogelio Franco y Beatriz, de melanoma. Un niño de El Salto, de un Linfoma de Hodgkin. Un bebé, de un cáncer de riñón. La hija de Juanito, el que vende elotes, de linfoma. Dos hijas adolescentes de la familia Suárez Briseño…
“Comala. Tierra de muertos”, anotó en la libreta. Sus nombres son tantos, que llenarían la siguiente página.

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